¿Por qué no me senté en el trono (a.k.a. la silla de ruedas)?

Para aquellos que no me conozcan, he padecido Covid persistente. En mayo de 2022, después
de un deterioro constante desde diciembre de 2021, experimenté prácticamente toda la
sintomatología posible. Fue entonces cuando decidí ir al CAP con mi madre para hablar con el
médico. Antes de eso, había consultado a varios especialistas privados, pero sin obtener
respuestas claras. Así que recurrimos a la asistencia pública con la esperanza de que pudieran
entender lo que me estaba pasando.


Era la segunda vez que visitaba a mi médico de cabecera en el CAP. En la primera consulta, le
expliqué mi historia y cómo la sintomatología había comenzado a afectar mis piernas,
dificultando mi capacidad para caminar. En esa ocasión, el médico me recetó anticoagulantes
para la retención de líquidos, ya que tenía las piernas muy hinchadas. Sin embargo, el
medicamento no me ayudó: al tomarlo, sentía un dolor intenso en la parte frontal de la cabeza,
probablemente por la rapidez con la que circulaba la sangre. No soy médica ni experta en el
tema, así que solo puedo deducir de dónde provienen mis síntomas sin conocimiento empírico.
Disculpadme si me equivoco.


En esta segunda consulta, expuse mis dificultades al médico y le dije que ya no podía caminar.
Fue entonces cuando sugirió que quizás tenía depresión y que todo mi cuadro médico podía
deberse a ello. Su comentario me dejó en shock. Le respondí: «Si tu em dones una cadira de
rodes, jo m’envaig de festa amb les meves amigues” (traduzco: «Si tú me das una silla de
ruedas, yo me voy de fiesta con mis amigas»). Recuerdo la expresión de mi madre en ese
momento; creo que se le llenaron los ojos de lágrimas.


Le expliqué al médico que, por supuesto, estaba deprimida. Con 27 años recién cumplidos,
había perdido todo: la capacidad de caminar, mi agilidad mental, la vitalidad y energía que
tanto me representaban. Pero la depresión vino después, no antes de los síntomas físicos.
Llevaba seis meses luchando contra todo tipo de cuadros: desde niebla mental y vértigos hasta
un sistema inmune debilitado, pasando cada dos días en la cama con gripes, gastroenteritis,
resfriados o simplemente fatiga extrema. Quiero resaltar una pregunta clave: ¿a qué persona
que ha pasado los últimos dos meses enfrentando infecciones virales y bacterianas constantes
se le atribuye su cansancio únicamente a la depresión?

La invalidación médica y familiar

Mi experiencia previa con la medicina privada tampoco había sido mejor. Después de varias
visitas, le expliqué a la internista que estaba perdiendo fuerza y capacidad de caminar, pero
como mis analíticas no mostraban nada concluyente, me dijo que debía tratarse de un
pinzamiento en la pierna. Me quedé atónita. Le respondí que sabía perfectamente lo que era
un pinzamiento y que no era lo que me estaba pasando. Le pregunté si podría tratarse del virus
de Epstein-Barr, ya que me había dado positivo, pero lo descartó de inmediato porque lo había
padecido en el pasado.

(Años después, han salido estudios que indican que, en algunas personas que se vacunaron y
habían pasado el Epstein-Barr, el virus se reactivó, afectando gravemente la movilidad de las
piernas).

Esa fue la primera visita en la que me acompañó mi padre. Pudo ver de primera mano la
constante invalidación que sufría por parte del sistema sanitario.
La lucha por la validación

Volviendo a la consulta en el CAP, cuando le pedí la silla de ruedas al médico, en realidad le
estaba pidiendo una validación: la confirmación de que mi estado era lo suficientemente grave
como para necesitarla. Pero él nunca me validó. Creo que tenía miedo de sentar a una chica tan
joven en una silla de ruedas, que no quería «condenarme» a ello. No sé exactamente sus
motivos.

Debo decir que, a diferencia de otros médicos, sí sentí que él me creía. Estaba intentando
buscar soluciones dentro de lo que conocía. Pero en ese momento, el Covid persistente y sus
secuelas no estaban en la agenda médica. Como muchos otros profesionales, no tenía
herramientas para abordarlo. Además, el sistema sanitario estaba completamente desbordado.
Aquellos médicos y enfermeros que habían sido héroes durante la pandemia no habían tenido
descanso ni relevo. Seguían luchando contra el colapso del sistema mientras enfrentaban un
nuevo reto: las secuelas del virus.

No escribo esto para acusar a los médicos de incompetencia, sino para poner en relieve las
experiencias vividas y entender por qué, en ese momento, no me vi capaz de sentarme en la
silla que tanto necesitaba.
No solo carecía de validación médica, sino que tampoco tenía el respaldo de mi familia. Y es
importante entender que muchos factores jugaron un papel clave en mi proceso. La validación
médica era fundamental, pero también la de mi entorno.

Al salir del CAP, tuve una conversación con mi madre. No recuerdo quién la inició, pero sí cómo
se resistía a aceptar que yo quisiera sentarme en una silla de ruedas. Le pregunté por qué, le
dije que lo necesitaba. Pero ella, después de seis meses viendo cómo me deterioraba, no podía
asumir ese paso. Tenía miedo de que, si me sentaba, nunca volviera a levantarme. Y quizá tuvo
razón. Quizá el hecho de no tener una silla me obligó a caminar por cojones. Pero para mí, fue
otra invalidación de mi enfermedad.

Mi familia no podía verme enferma. No podían asumirlo, porque atravesaban sus propias
dificultades. Económicamente, el Covid había puesto en jaque su negocio familiar.
Emocionalmente, estaban agotados. No podían aceptar que su hija de 27 años se hubiera
enfermado gravemente por una vacuna. La resistencia, tanto en mi familia nuclear como
extensa, era constante.

Y no los culpo. Todo mi entorno estaba emocionalmente desbordado. Burnout. Médicos,
familia, todos. El Covid nos golpeó a todos de diferentes maneras.

El cambio con el tiempo


Con los años, la situación ha cambiado. Ahora voy al médico y, aunque algunos aún no me
validan, el tono es distinto. Muchos miran mi historial y dicen: «Esto del Covid persistente es por
la vacuna, ¿no?». Mi familia también ha cambiado su percepción. Hoy en día, muchas veces
comentan lo duro que fue lo que pasé. Y yo no puedo evitar preguntarme: ¿qué hubiera
costado que esta validación llegara antes? ¿Qué hubiera pasado si hubiera podido sentarme en
la silla sin sentirme juzgada, sin sentir que era una exagerada?

Un mensaje para quienes están en esa lucha


A día de hoy, estoy recuperada. El trato con mi entorno y con los médicos ha cambiado. Y sé
que he sido una privilegiada: Soy joven, No tenía enfermedades previas y Mi cuerpo mejoró una
vez expulsó la vacuna.

Por supuesto, sin la ayuda del respi-fisio, la dieta antiinflamatoria o mi querida perra Bailey, mi
recuperación no habría sido la misma. Pero estos tres factores me pusieron en una posición de
ventaja.

Por eso, a quienes se debaten entre sentarse en una silla o no, o a quienes ya lo han hecho pero
sienten que no es «tan necesario», quiero decirles: si lo necesitas, hazlo con seguridad. Yo sí te
creo.

A los familiares que tienen dificultades para ver a su ser querido en esta situación:
acompáñenlo. Sé que da miedo, pero el que más miedo tiene es quien necesita sentarse. No
hagas de tu miedo una barrera para su proceso. Si lo necesitas, busca apoyo emocional con un
profesional.
Porque cuando no validamos a un enfermo, alargamos su sufrimiento, lo aislamos, lo hacemos
sentir incomprendido. Y eso agrava aún más las secuelas psicológicas del proceso.

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